Why I Started to Learn Coding?

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Pasadas las once.

El pavimento estaba húmedo, mis zapatos se hundían en el lodo y la nariz me cosquilleaba. Eran las cinco de la mañana, estaba nublado, pero a pesar de todo no había forma de que en algún momento sintiera frío.
Ya no era, ya no estaba, se había ido.
Miré por la rendija de la puerta, el sudor acariciaba mi frente y unas ganas incesantes de orinar se apoderaban de mi cuerpo. Pegué la espalda a la fría madera y apreté los ojos.
De pronto se escuchó un ruido estruendoso que golpeó mi cabeza.
-¡Te encontré!, marciano, ¡te encontré!- Gritaba Marcela entre risas
-No se vale, siempre haces trampa- le refutaba golpeando el suelo con los zapatos
-No es mi culpa que seas tan tonto. Te toca contar
Caminé hasta el viejo árbol que estaba frente a la que solía ser su casa, esbocé una sonrisa y me senté en la tierra. Era imposible no recordarla sin sonreír, aun cuando se enojaba, hacía muecas intentando ocultar risas traviesas que le cosquilleaban la cara. No sabía qué la atormentaba, pero el brillo de sus ojos se tornaba en una capa delgada de pesadez y nostalgia.
Yo no era más que un manojo de nervios a su lado. Minutos antes de verla mis manos sudaban, parecía que se enjuagaban los miedos y me recorrían el cuerpo. Ella era pequeña, más pequeña que un suspiro, yo era grande aunque con movimientos un poco torpes, y cuando la abrazaba la mitad de su figura quedaba atrapada entre mis brazos. Me gustaba verla y disfrutaba tenerla cerca. Mientras ella bebía café, yo le leía y rezaba para que no notara cómo mi respiración se aceleraba, me temblaba la vida, las piernas, quería estirarme, quería huir de ahí, pero sus labios y su sonrisa me tenían atado a la silla.
Me había enamorado antes, esta vez no podía decir que eso era lo que sentía, porque la conocía de pequeña, la veía desde niños y recordarla antes de que se fuera, era como revivir a aquellos dos malcriados que no se cansaban nunca de jugar.
Jamás me dijo por mi nombre, parecía que con ella perdía la identidad con la que todos me conocían y comenzaba a ser el marciano nervioso y confundido que siempre quiso enredarse en sus delgadas piernas.
Se fue diez años y regresó un nueve de septiembre como si nada hubiese pasado. No sabía en qué lugares había estado o qué personas había conocido, pero solía mandarme fotos en cada lugar, de sus pies, de sus manos, algunas veces solo me enviaba imágenes de tierra mojada y parte de los zapatos que traía puestos.
Mientras estaba lejos, yo manchaba las sábanas con el lápiz labial de otras mujeres que encontraba en mi camino. Mis almohadas estaban arrugadas de las noches en que manos diferentes y desconocidas las estrujaban. Pero ninguna era ella.
Cuando se posó frente a mi puerta no supe qué decir o hacer. Solo la miré y me metí en los vaqueros que llevaba usando más de una semana.
-Marcela, estás radiante- le dije mientras Apolo, mi perro, la recibía saltando.
La verdad es que su piel lucía amarillenta, lo que solía ser un destello dorado en sus hombros se había convertido en miedos que se notaban desde lejos. El cabello rizado que caía en sus caderas estaba apelmazado, sucio. El aroma que despedía no era a cacahuate como antes, esta vez olía a soledad, a muerte.
Un mes antes había parado de mandarme fotografías, solo cartas, cartas en las que me explicaba las razones por las cuales regresaría a San Isidro, extrañaba sus calles y la luz de los callejones, pero había algo en sus letras que estaba más que seguro que me ocultaba. La quería de vuelta, pero no de esa forma.
La invité a pasar y no pronunció palabra alguna, me besó la mejilla y una mujer que se encontraba en mi baño salió semidesnuda por la puerta golpeándole el hombro, haciendo que Marcela trastabillara.
-¿Te veo luego?- dijo coqueteando.
-No, no te verá luego- respondió Marcela.
Me quedé callado contemplando la tensión que envolvía la situación. La abracé y cerré la puerta.
Al menos eso parecía en mi mente pues en cuestión de segundos Marcela ya había tomado con su cámara una foto a la mujer antes de que lograra irse.
-No cambias, marciano.
-Tal parece que tú tampoco. ¿Ya me dirás qué te trae por aquí?
-Te lo escribí en las cartas.
-Dime la verdad, sabes que estoy para escucharte- me senté con ella y la cubrí en mis brazos. Se quitó los zapatos y frotó los pies para calentarlos.
-Quiero disfrutar lo que me queda
-¿Lo que te queda? Menos mal que tienes la decencia de avisarme que vas a morir, pensé que eras tan mal educada que no lo dirías
-Pues ya ves, nadie se preocupa tanto por ti como yo
-¿Has conocido a alguien?
Volteó la cara hacia mi y se recargó en mis piernas. Sonrió y dijo:
-Me voy a morir, marciano
-Es imposible que alguien que está muerta por dentro lo haga de nuevo. – Respondí.

Ya pasaban de las tres de la madrugada y para ser sincera no tenía ni idea de por qué razón seguía sentada en la taza del baño esperando un mensaje o la llamada que jamás llegaría. A decir verdad, encontraba eso de las ilusiones un juego macabro en los que la mente solía apostar de vez en cuando. Me la pasaba haciéndome ideas en la cabeza desde que lo conocía y gracias a esto siempre terminaba desilusionada, vaya dilema, esperar que todo sea como uno quiere.
Vivía con la cabeza en el hado de la vida, en que una cosa se unía con la otra y era inevitable que no pasara. Me movía cautelosamente a mi parecer, y cuando menos lo pensaba, ahí estaba abriendo la boca para decir una sarta de estupideces que herían frecuentemente a los demás. Nunca pensé en suavizar mis palabras pues para mi eran correctas y me parecía mejor ser directa que embellecer la verdad para que al otro no le doliera.
La verdad duele y duele siempre por donde la mires, dolor extraño y placentero del que a muchos de nosotros nos gusta consumir una taza cada cierto tiempo para sentir que estamos vivos, como un pellizco en el brazo ocasionalmente.
Tomaba siempre seis sorbos de té de jazmín por las mañanas mientras intentaba leer un libro. Cinco años me llevó terminarlo porque releía la misma hoja todos los días sin darme cuenta, mi cabeza siempre se iba de viaje.
Me autolesionaba el corazón por gusto en mis tardes de ocio, para escribir un rato o echarme a la cama a llorar con algún pretexto.
Vaya loca que necesitaba una razón para derramar lágrimas.
Gustaba de ver parejas melosas que se cruzaran en mi camino, los observaba y me preguntaba que veían uno del otro. Todos se saludaban de distinta manera. Estaban los que se veían desde lejos y sonreían hasta llegar a abrazarse, los que apenas y se dirigían la palabra, aquellos que se abrazaban eufóricamente y unos últimos que parecía que llevaban años sin verse.
No ansiaba enamorarme ni mucho menos, solía entregar el corazón sin pedir nada a cambio, a mis amigos, a mi familia y a algunos hombres que conocía sin querer.
Aprendí a sonreír con picardía y a bailar con entusiasmo. Me enseñaron a besar las orejas y acariciar el cuello. Vi surcos en diferentes cuerpos, unos que se les formaban al sonreír y otros que aparecían en la espalda baja y que parecían lo más excitante que mis ojos podrían ver.
Me gustaban las barbas y las pieles suaves, el olor a crema de afeitar y perfumes con aromas exaltadores.
Después de la última ruptura amorosa (tenía rupturas casi siempre, incluso con objetos inanimados, desarrollaba afecto por todo) decidí dejar de buscar a mi alma gemela. Estaba harta de llorar por alguien y de puro coraje lloraba más, al punto de no tener ni idea de por qué había caído en esa depresión.
Decían que cada persona tiene a alguien esperando justo a su medida, que están destinados a encontrarse, una persona tuya. Era egoísta pensar que alguien estaba hecho exactamente para mi, nadie había nacido destinado a cruzarse conmigo en un cierto lugar y tiempo adecuado como en las películas, así que me convertí en ese “alguien” que encajaba con el otro “alguien”.
Sin saber que día vivía me la pasaba recorriendo los lugares que me gustaba frecuentar con mis anteriores amantes y a los cuales de vez en cuando invitaba a alguien más. Prefería salir sola y me encantaba sentarme en mesas de cuatro sillas, siempre en el tercer asiento contando de izquierda a derecha.
Me pasaba viendo a las personas que caminaban frente a mis ojos e imaginando la historia de cada uno de ellos. Podría ser que una mujer estaba jodidamente triste y desesperada y siempre la veíamos con una gran sonrisa.
Tenía mis sonrisas favoritas, aquellas que eran falsas, eran mis preferidas. Se caracterizaban por un movimiento exagerado del músculo que provocaba que las comisuras de los labios subieran a tal punto que dejaban ver un rastro de encía y no había ni una arruga cerca de los ojos. Provocar una de esas era mi pasatiempo preferido.
Había dejado que las historias y los amores me pasaran por encima, veinticinco años me corrían y después de haberme enamorado la mitad de mi edad, no me quedaban más ganas de hacerlo, por lo menos en un mes.
Conocía tantos hombres y todos me atraían de diferente manera, unos físicamente, otros sexualmente y estaban los que me hacían flotar de pura felicidad. A todos los amé y no entendía cuando mi madre decía “Confundes tantas cosas con amor que cuando en verdad pase no sabrás que está ahí y lo dejarás ir”
En definitiva, sucedió, amé tanto a alguien que no pude desprenderme de él, besaba cada instante de su maldita existencia y digo maldita porque perdí la cuenta de las veces que la maldije cuando el desenlace sucedió. Yo misma terminé con él y tuve el descaro de buscarlo de vuelta.
Tiempo después entendí que hay tiempos para todo y no hay nada que podamos regresar a su estado anterior. Era como amar a alguien, dejar que se fuera físicamente, pero los recuerdos siempre iban a estar ahí y no había nada más hermoso que eso.
Si pudiese juntar las cosas más valiosas definitivamente tendría una caja de recuerdos, buenos, malos, peores. Me gustaría poder revivir todos y cada uno de a poco y volver a mi presente.
Lo peor que se podía hacer era arrepentirse de todo lo que hice y dije, así que me encantaba repetir el error y reírme de él en su cara.
La verdad es que cuando estaba con alguien disfrutaba pensar en otra persona e imaginar cómo sería ese preciso momento con él. El gusto me duraba unos minutos porque siempre se me atravesaban los ojos, unas manos o los labios del que tenía enfrente y era imposible no derretirme ante eso.
Conservaba características de mis antiguos amores, yo era una mezcla de ellos y aparte era lo que por nacimiento ya traía.
Había detalles que relacionaba con el amor tan grande que les tenía a cada uno. Lunares, palabras, gustos y aromas.
Nunca unos labios me habían causado tantas emociones, eran ásperos, resecos, tenían rastros de lo que había sido antes un cigarro, sabor a vodka y un bigote que picaba mientras nuestras bocas se juntaban.
Ahí entendí que las cosas no se pueden remplazar una vez que las pierdes, que todo lo que tenemos lo tenemos por un rato y nada más. No puedes reemplazar un par de zapatos, ni siquiera si son del mismo modelo, los otros eran cómodos, tenían el pie marcado en la plantilla, la tierra pegada en las suelas y un poco de todo lo que había vivido en los últimos años desde que los compré. No se puede remplazar aquello que te “pertenece” aunque solo haya sido un tiempo.
Existía en mi la costumbre de que las personas también me pertenecieran y que en las relaciones hiciera un esfuerzo innecesario para hacerlas mías, que al mirarlas a los ojos sintiera que no hay nada más y que yo fuera de ellas cuando los oliera, cuando su aroma me entrara hasta el alma y me provocara no poder olvidarlos.
Él tenía los ojos marrones y barba tupida que le cubría lo que debería cubrir en un simple rostro. Sus pestañas eran rizadas e incluso sus cejas presentaban un ligero enroscamiento en cada vello. En la frente el cabello le formaba un pico que caía justo al centro y que también solía ser rizado y esponjado. Los dientes eran rectos y los dos de en medio ligeramente más largos que los otros. Vestía siempre suéteres que no salían de una gama grisácea y cuando sonreía me robaba cualquier tipo de cordura que pudiese estar presente en mi cabeza.

Nuestra historia no era extensa, pero era una historia al fin. Para mí lo era.
Me gustaba escucharlo tocando la guitarra antes de dormir, me relajaba el movimiento de sus dedos por las cuerdas.

La respiración se me cortaba, las manos me helaban, el estómago me jugaba malas pasadas y se acalambraba cada cinco minutos, moría de nervios cuando sabía que iba a verlo. En el momento en que llegaba, todo pasaba. Me abrazaba y se me desprendía la preocupación del cuerpo. No era diferente que con anteriores ilusiones, a excepción de ese gran amor que lo único que hacía era darme paz y que por mis malas decisiones no pudo continuar a mi lado. Un marciano que no podía dejar de mencionar cada que hablaba de amores imposibles.
Había conocido hombres anteriormente y me había enamorado con tanta intensidad que pensé que no iba a poder amar a nadie más de la misma manera, y fue así, nunca amé a nadie de la misma forma, pero en resumen los amé y les agradecí su existencia y el haberse cruzado en mi camino.
cuello.

Teníamos sexo, hacíamos el amor, lo dejábamos todo en unas viejas sábanas que alguna vez fueron azul marino y que más bien ahora solo un recuerdo quedaba.
- ¿Puedo ofrecerles algo? - preguntaba la mesera
-Donut de la casa- respondía yo
-Un expreso- decía él
Siempre me pregunté por qué le gustaba tanto ese café, y yo.
-Haces un expreso una vez cada mil años- se escuchaba desde la cocina.
Todos los días íbamos a ese lugar y pedíamos lo mismo, ni siquiera había necesidad de preguntarlo después de la quinta vez.

Dejar ir y dejar ir siempre. Era una mujer enamorada del mundo, me llamaban la atención los hombres guapos y también los que solían parecer interesantes.
Eran las dos de la tarde un sábado lluvioso de agosto, mientras miraba por la ventana de mi cuarto riendo un poco de las personas que corrían mojadas y otras que simplemente aceptaban su destino y caminaban a paso lento por la acera sin cubrirse, como quien disfruta el paisaje. Lo vi. Vi a ese que fue el gran amor de mi vida y sonreí pensando que probablemente iría de la mano de otra mujer, para mi sorpresa iba acompañado del pequeño Apolo, un bello cachorro que invariablemente formaba parte de nuestra historia.
Se cubría con su chaqueta y resguardaba al perro en ella también. En mi locura pensé en salir a saludarlo e invitarlo a pasar, pero tenía miedo que como siempre, sin excepción alguna, terminara hablándole de amor y de lo mucho que lo extrañaba.
Lo dejé seguir su camino.
Aún guardaba bajo el colchón alguna que otra carta (la verdad eran todas) y el poema que una vez un viejo con un beliz nos vendió en un jardín cercano a mi casa. Recuerdo perfectamente cada detalle y si cierro los ojos puedo escuchar al marciano leyéndome desmesuradamente.
A pesar de que había pasado tanto tiempo, aún tenía miedo de que él estuviera enamorado de alguien más, lo cual era inevitable, pues tanto lo había lastimado que era obvio que dejaría de amarme y terminaría loco por otra mujer. Sabía que siempre se entregaba por completo y me daba un poco de celos y envidia pensar que todo ese hombre ahora era de alguien más.
Regresé a San Isidro en agosto y busqué al marciano hasta septiembre. Después de terminar el libro que tanto trabajo me había costado leer, intentaba escribir uno propio. Necesitaba regresar a su lado para inspirarme de nuevo.
Intenté hacer como que nada pasaba, como que en el tiempo que no lo vi no me había enamorado de nadie más, era solo él en mi vida y lo seguiría siendo hasta el final. Al llegar a su casa y toparme con una de sus conquistas me hirvió la sangre. Sabía que nadie lo conocía como yo.
Lo miré.
La miré.
Dicen que las almas gemelas están destinadas a encontrarse en otras vidas, con otros cuerpos, siempre la misma alma. Ya eran cuatro vidas soñándonos y nunca sucedía nada.
Estábamos viviendo una cuarta vez y seguíamos buscándonos, topándonos por la vida, la calle, los sueños.
No importaba que sus gestos fueran diferentes, su aroma, el nombre, el país. Siempre terminábamos juntos y como buenos enamorados nos llamábamos de lejos.

Estaba cansado de verla y no poder tenerla, mis pasos ya casi no la seguían, mi hilo rojo que mencionaban en otras leyendas ya buscaba otro extremo que no era ella. Tal vez esta sería nuestra última oportunidad, tal vez habíamos gastado tanto nuestras vidas en otras mujeres y otros hombres que el universo nos estaba quitando ese favor tan grande que nos hacía, el de ponernos en el mismo lugar.
-He sido muchas cosas en la vida- le decía mientras fumaba un cigarrillo en su carro.
-¿Qué cosas que necesite saber?
-Nada importante, supongo. Hay que dedicarnos a nosotros, en fin; me encantas.
Esa noche nuestros sueños se unieron y se tornaron turbulentos, ella me miró a los ojos y dijo:
-La edad ya no me permite seguir, me voy a morir marciano.
La prensé entre mis brazos y desperté.
Quise decirle usando sus palabras: "Te encontré Marciana" pero no me alcanzó el resuello, sobre todo porque ella siempre se me escapaba y ahora que la tenía, se esfumaba como los sueños que compartimos desde siempre, desde que el viejo árbol fue sembrado.
Nos perdimos todas las oportunidades. No hubo otro sueño en que nos encontráramos, solo ese último.
Fue ahí donde nos dimos cuenta que por más vidas que pasen, nadie era para nadie.

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